30.1.14

Veía su cuerpo desnudo a través de las cortinas. Ribeteado, acaso, por la luz de lavabo. Veía su cuerpo desnudo desenfocado, partido en mil pedazos totalmente desencajados. Veía su cuerpo desnudo mientras lágrimas rodaban por su cara sin expresión. El vacío le carcomía el estómago mientras sus facciones se mantenían impertérritas, al amparo de una tristeza que amenazaba con no acabar jamás. Lloraba en silencio, con la calma de quien ya ha interiorizado el sufrimiento.
Entonces ella desapareció entre los vértices del hogar -tragada por todo aquello a lo que él nunca pertenecería- para volver a parecer instantes después. Tuvo que pasarse el puño del jersey por el ojo derecho para ver cómo la muchacha hacía un ovillo con lo que parecía una camisa de cuadros y lo usaba de almohada tumbada en la cama. Aún estaba desnuda cuando se encendió el cigarro.
En ese instante él sonrió y al curvar los labios se le escapó el sollozo contenido. Huyó toda la fuerza por las comisuras, en una mueca a medio camino entre la risa y el llanto. Encendió él también un cigarro. Y se abandonó a la propia fantasía, se permitió creer que fumaba en compañía.
El humo velaba sendas carnes. Desentrañaba el abismo insalvable.
La miraba y comprendía que jamás formaría parte de su vida.

Y todo ese dolor que exhalaba el vacío en el estómago, toda esa tristeza imperecedera.

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