Veía su cuerpo desnudo a
través de las cortinas. Ribeteado, acaso, por la luz de lavabo. Veía
su cuerpo desnudo desenfocado, partido en mil pedazos totalmente
desencajados. Veía su cuerpo desnudo mientras lágrimas rodaban por
su cara sin expresión. El vacío le carcomía el estómago mientras
sus facciones se mantenían impertérritas, al amparo de una tristeza
que amenazaba con no acabar jamás. Lloraba en silencio, con la calma
de quien ya ha interiorizado el sufrimiento.
Entonces ella desapareció
entre los vértices del hogar -tragada por todo aquello a lo que él
nunca pertenecería- para volver a parecer instantes después. Tuvo
que pasarse el puño del jersey por el ojo derecho para ver cómo la
muchacha hacía un ovillo con lo que parecía una camisa de cuadros y
lo usaba de almohada tumbada en la cama. Aún estaba desnuda cuando
se encendió el cigarro.
En ese instante él
sonrió y al curvar los labios se le escapó el sollozo contenido.
Huyó toda la fuerza por las comisuras, en una mueca a medio camino
entre la risa y el llanto. Encendió él también un cigarro. Y se
abandonó a la propia fantasía, se permitió creer que fumaba en
compañía.
El humo velaba sendas
carnes. Desentrañaba el abismo insalvable.
La miraba y comprendía
que jamás formaría parte de su vida.
Y todo ese dolor que
exhalaba el vacío en el estómago, toda esa tristeza imperecedera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario