2.2.14

Allá donde la tierra se convertía en bóveda celeste, el sol se ponía. La ciudad estaba cubierta de escarlata.
Justo al doblar la esquina, una bandada de pájaros echó a volar. Como asustados por un mal augurio, como si supieran lo que estaba a punto de suceder. Victoria caminaba clavando bien los tacones en el suelo, con la seguridad del arma acariciándole el muslo. Aún le quedaban un centenar de metros pero ya podía oír al viejo. Se dio cuenta entonces de que, en realidad, lo había echado de menos. Creo que nunca lo he visto de buen humor, pensó. Sonrió y una mezcla de cariño y tranquilidad asomó a sus comisuras. Él era la única persona en toda la banda en quien confiaba de veras y tenerlo allí era, prácticamente, asegurarse el triunfo de antemano.
Se quedó parada ante el edificio, raído y mugriento.
—La última vez aquí había una puerta dijo, sin perder la sonrisa.
Silencio. El viejo la miró de arriba abajo. Sonrió con la mirada, pero se contuvo para que no le bajara a los labios.
—Bueno, pues ya no la hay contestó con fingida irritación.
Al adentrarse en el portal notó cómo los dos hombres con quien discutía el viejo también la miraban de arriba abajo, deteniéndose concienzudamente en las piernas, que asomaban por debajo del abrigo, sin sospechar que estaban completamente desnudas. Sentados en taburetes de madera, ambos llevaban la ropa hecha jirones y la barba dejada crecer a la fuerza. Victoria supuso que el olor a humanidad atrapado en el oxígeno también tenía que ver con ellos. Sin prestarles más atención, se acercó al viejo y susurró:
—¿Está aquí?
—En la última planta, guapa no se molestó en bajar la voz.
Victoria ya estaba a punto de desaparecer por el tramo de escaleras cuando, amortiguada por el sonido de sus tacones, volvió a oír la voz del viejo.
—Es la putita de la que os hablaba los tres rieron estúpidamente y a ella se le subió la bilis a la boca, pero siguió andando erguida aún sabiendo que ya no se encontraba al alcance de sus vistas.
No se detuvo hasta llegar a la última planta y entonces dejó que una enorme bocanada de aire le purificase los pulmones, viciados con el aroma de aquel par de vagabundos.
Sólo había dos puertas y una de ellas estaba entreabierta. Pensó en acercarse y echar una ojeada, sin embargo, casi de inmediato, decidió descartarla directamente. Se acercó a la otra puerta y la golpeó con los nudillos suavemente. Oía ruido en el interior y mientras esperaba a que le abrieran rezó por que el tal Kennedy no fuera como los tres de ahí abajo. Y sucedió que, en su lugar, apareció un rubito de ojos azules en traje, con la corbata a medio deshacer y la sonrisa de los que están acostumbrados a la formalidad entre enemigos. Se planteó si acabar de deshacerle la corbata antes de llegar a la cama, pero un instante después desechó la idea; quizá era ir demasiado deprisa. Se limitó a juguetear con ella, bajo la mirada confusa de aquel hombre.
—¿Tienes la droga? preguntó, apartándole las manos de la corbata discretamente.
—¿Qué droga? ambos tenían el ceño fruncido por el desconcierto. Kennedy la condujo hasta la habitación de matrimonio y, sentado en el borde de la cama, le enseñó el interior de una maleta. Estaba llena de dinero. Cómo te habrán engañado, alma de cántaro.
—¿Eso es por la droga? aventuró.
Él asintió, con la seriedad que exhala siempre un hombre de negocios. Victoria dejó escapar una carcajada. La cosa empezaba a ponerse interesante.
—Bueno... yo puedo ofrecerte algo mejor.
Mientras hablaba se había desabrochado el abrigo y acabó por sentarse en su regazo al tiempo que hundía la mano en su pelo y se lo acariciaba lentamente.
—Entonces, ¿no hay coca? por el deje agudo de su voz, Victoria supo que la ropa interior de encaje volvía a hacer efecto.
—Después susurró con toda la picardía de que fue capaz. Y antes de que pudiera contestar, lo besó. Lo besó con la fuerza suficiente para acabar tumbándolo en la cama. Lo besó sin dulzura, pero con el ahínco suficiente para que el éxtasis encendiera la mecha. Abocada sobre su cuerpo, sentía el palpitar desbocado de un corazón que pronto se ahogaría. Pero eso él aún no lo sabía, y se dejaba llevar por unas manos acostumbradas al sexo. Y, sobre todo, por una lengua que prometía el gran orgasmo.
Victoria descubrió, al tiempo que le quitaba la camisa, que ya estaba suficientemente excitado para continuar. Aún con la ropa interior puesta, se acercó al abrigo y de uno de los bolsillos sacó las cuerdas. Él rió de mera incredulidad.
—¿Qué haces?
—Ya verás, será divertido.
Por un momento, Victoria creyó que habría de pasar a un plan b que aún no había tramado, pero el tal Kennedy fue manso y se dejó hacer. En parte porque ella tuvo la suficiente sangre fría como para no perder los nervios. Ni la picardía.
Consiguió atarlo al cabezal y así resultó mucho más fácil colocarle la mordaza entre los dientes. Para cundo ató el último nudo, el pánico ya se había apoderado de su mirada. Kennedy había comprendido que algo iba mal.
Victoria volvió a meter la mano en los bolsillos del abrigo mientras él forcejeaba intentando liberarse -aunque ambos eran perfectamente conscientes de que todo aquel esfuerzo iba a ser inútil. Se retorcía en la cama tirando con fuerza de las cuerdas, intentaba gritar pero tenía la boca anegada. El corazón se le salía del pecho en una carrera a contrarreloj contra la muerte. Sabía que se trataba de la muerte. Lo adivinó como se adivinan las cosas importantes: mitad intuición, mitad suerte.
Cuando ella volvió a posarse sobre él, ya sostenía la pistola en una mano y el silenciador en la otra. Se tomó su tiempo en montarlo, con la rodilla derecha apoyada sobre el vientre del hombre, de tal manera que la tibia y el peroné quedaban en diagonal, tangentes a su entrepierna.
Ya nadie sonreía. Él se debatía frenéticamente por escapar de allí, con la cara encendida por todos los gritos que no podía exhalar, y ella intentaba calcular el tiro teniendo en cuenta sus espasmos.
Luego un disparo que no se oyó.




Lo último que pasó por la mente de Kennedy fue la seguridad de que la muerte llevaba los labios pintados de rojo.  

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