Allá donde la tierra se
convertía en bóveda celeste, el sol se ponía. La ciudad estaba
cubierta de escarlata.
Justo al doblar la
esquina, una bandada de pájaros echó a volar. Como asustados por un
mal augurio, como si supieran lo que estaba a punto de suceder.
Victoria caminaba clavando bien los tacones en el suelo, con la
seguridad del arma acariciándole el muslo. Aún le quedaban un
centenar de metros pero ya podía oír al viejo. Se dio cuenta
entonces de que, en realidad, lo había echado de menos. Creo que
nunca lo he visto de buen humor, pensó. Sonrió y una mezcla de
cariño y tranquilidad asomó a sus comisuras. Él era la única
persona en toda la banda en quien confiaba de veras y tenerlo allí
era, prácticamente, asegurarse el triunfo de antemano.
Se quedó parada ante el
edificio, raído y mugriento.
—La última vez aquí
había una puerta —dijo,
sin perder la sonrisa.
Silencio. El viejo la
miró de arriba abajo. Sonrió con la mirada, pero se contuvo para
que no le bajara a los labios.
—Bueno, pues ya no la
hay —contestó
con fingida irritación.
Al adentrarse en el
portal notó cómo los dos hombres con quien discutía el viejo
también la miraban de arriba abajo, deteniéndose concienzudamente
en las piernas, que asomaban por debajo del abrigo, sin sospechar que
estaban completamente desnudas. Sentados en taburetes de madera,
ambos llevaban la ropa hecha jirones y la barba dejada crecer a la
fuerza. Victoria supuso que el olor a humanidad atrapado en el
oxígeno también tenía que ver con ellos. Sin prestarles más
atención, se acercó al viejo y susurró:
—¿Está aquí?
—En la última planta,
guapa —no
se molestó en bajar la voz.
Victoria ya estaba a
punto de desaparecer por el tramo de escaleras cuando, amortiguada
por el sonido de sus tacones, volvió a oír la voz del viejo.
—Es la putita de la que
os hablaba —los
tres rieron estúpidamente y a ella se le subió la bilis a la boca,
pero siguió andando erguida aún sabiendo que ya no se encontraba al
alcance de sus vistas.
No se detuvo hasta llegar
a la última planta y entonces dejó que una enorme bocanada de aire
le purificase los pulmones, viciados con el aroma de aquel par de
vagabundos.
Sólo había dos puertas
y una de ellas estaba entreabierta. Pensó en acercarse y echar una
ojeada, sin embargo, casi de inmediato, decidió descartarla
directamente. Se acercó a la otra puerta y la golpeó con los
nudillos suavemente. Oía ruido en el interior y mientras esperaba a
que le abrieran rezó por que el tal Kennedy no fuera como los
tres de ahí abajo. Y sucedió que, en su lugar, apareció un rubito
de ojos azules en traje, con la corbata a medio deshacer y la sonrisa
de los que están acostumbrados a la formalidad entre enemigos. Se
planteó si acabar de deshacerle la corbata antes de llegar a la
cama, pero un instante después desechó la idea; quizá era ir
demasiado deprisa. Se limitó a juguetear con ella, bajo la mirada
confusa de aquel hombre.
—¿Tienes la droga?
—preguntó,
apartándole las manos de la corbata discretamente.
—¿Qué droga? —ambos
tenían el ceño fruncido por el desconcierto. Kennedy la condujo
hasta la habitación de matrimonio y, sentado en el borde de la cama,
le enseñó el interior de una maleta. Estaba llena de dinero. Cómo
te habrán engañado, alma de cántaro.
—¿Eso es por la droga?
—aventuró.
Él asintió, con la
seriedad que exhala siempre un hombre de negocios. Victoria dejó
escapar una carcajada. La cosa empezaba a ponerse interesante.
—Bueno... yo puedo
ofrecerte algo mejor.
Mientras hablaba se había
desabrochado el abrigo y acabó por sentarse en su regazo al tiempo
que hundía la mano en su pelo y se lo acariciaba lentamente.
—Entonces, ¿no hay
coca? —por
el deje agudo de su voz, Victoria supo que la ropa interior de encaje
volvía a hacer efecto.
—Después —susurró
con toda la picardía de que fue capaz. Y antes de que pudiera
contestar, lo besó. Lo besó con la fuerza suficiente para acabar
tumbándolo en la cama. Lo besó sin dulzura, pero con el ahínco
suficiente para que el éxtasis encendiera la mecha. Abocada sobre su
cuerpo, sentía el palpitar desbocado de un corazón que pronto se
ahogaría. Pero eso él aún no lo sabía, y se dejaba llevar por
unas manos acostumbradas al sexo. Y, sobre todo, por una lengua que
prometía el gran orgasmo.
Victoria descubrió, al
tiempo que le quitaba la camisa, que ya estaba suficientemente
excitado para continuar. Aún con la ropa interior puesta, se acercó
al abrigo y de uno de los bolsillos sacó las cuerdas. Él rió de
mera incredulidad.
—¿Qué haces?
—Ya verás, será
divertido.
Por un momento, Victoria
creyó que habría de pasar a un plan b que aún no había
tramado, pero el tal Kennedy fue manso y se dejó hacer. En
parte porque ella tuvo la suficiente sangre fría como para no perder
los nervios. Ni la picardía.
Consiguió atarlo al
cabezal y así resultó mucho más fácil colocarle la mordaza entre
los dientes. Para cundo ató el último nudo, el pánico ya se había
apoderado de su mirada. Kennedy había comprendido que algo iba mal.
Victoria volvió a meter
la mano en los bolsillos del abrigo mientras él forcejeaba
intentando liberarse -aunque
ambos eran perfectamente conscientes de que todo aquel esfuerzo iba a
ser inútil. Se retorcía en la cama tirando con fuerza de las
cuerdas, intentaba gritar pero tenía la boca anegada. El corazón se
le salía del pecho en una carrera a contrarreloj contra la muerte.
Sabía que se trataba de la muerte. Lo adivinó como se adivinan las
cosas importantes: mitad intuición, mitad suerte.
Cuando ella volvió a
posarse sobre él, ya sostenía la pistola en una mano y el
silenciador en la otra. Se tomó su tiempo en montarlo, con la
rodilla derecha apoyada sobre el vientre del hombre, de tal manera
que la tibia y el peroné quedaban en diagonal, tangentes a su
entrepierna.
Ya nadie sonreía. Él se
debatía frenéticamente por escapar de allí, con la cara encendida
por todos los gritos que no podía exhalar, y ella intentaba calcular
el tiro teniendo en cuenta sus espasmos.
Luego un disparo que no
se oyó.
Lo último que pasó por
la mente de Kennedy fue la seguridad de que la muerte llevaba los
labios pintados de rojo.
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