Desnuda ante el espejo
miro mi vientre,
que no es del todo plano
porque acabo de comer.
Acaricio la piel
pensando en la maternidad;
el don de poder concebir vida
allí donde sólo hay
silencio.
Una vez me dijeron:
no esperes a tu príncipe azul
para tener un hijo.
Es un regalo el corazón
que escapa de tus entrañas;
creo que ahora empiezo
a comprender.
Pero la luz atrae la oscuridad
y la felicidad, el pesar.
Pienso en una vida
tan diminuta
que no sabe bien cómo pedir ayuda.
Igual
que yo.
No soy buena
adulta,
probablemente ni
siquiera
sea buena hija.
Tampoco soy buena
persona: no puedo
ser madre.
Llevo la
enfermedad
en los genes;
algo hereditario
capaz de marchitar
a toda una
estirpe.
Recuerdo el reparo
en sostener algo
tan pequeño
entre mis manos,
que volvían
a temblar.
Y en sus mocos.
Y en el vómito.
Y en el cariño
que no me es
innato.
Y arrugo la nariz,
gesto
involuntario que
nace
en el alma.
Pienso en sobrevivir intentando escapar
a su llanto.
En sobrevivir deseando, a pesar de
todo, que no llegue
el momento en que aprenda a
interiorizarlo;
(saber que ese es el fin de la
inocencia.)
Desnuda ante el espejo
acaricio mi vientre -casi- plano
y deseo que así sea
hasta el día de mi muerte.
Porque el embarazo es una rosa
con demasiadas espinas.
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