8.3.16

Desnuda ante el espejo
miro mi vientre,
que no es del todo plano
porque acabo de comer.

Acaricio la piel
pensando en la maternidad;
el don de poder concebir vida
allí donde sólo hay
silencio.

Una vez me dijeron:
no esperes a tu príncipe azul
para tener un hijo.
Es un regalo el corazón
que escapa de tus entrañas;
creo que ahora empiezo
a comprender.

Pero la luz atrae la oscuridad
y la felicidad, el pesar.
Pienso en una vida
tan diminuta
que no sabe bien cómo pedir ayuda.
Igual que yo.

No soy buena adulta,
probablemente ni siquiera
sea buena hija.
Tampoco soy buena persona: no puedo
ser madre.

Llevo la enfermedad
en los genes;
algo hereditario capaz de marchitar
a toda una estirpe.

Recuerdo el reparo
en sostener algo tan pequeño
entre mis manos, que volvían
a temblar.
Y en sus mocos.
Y en el vómito.
Y en el cariño que no me es
innato.
Y arrugo la nariz, gesto
involuntario que nace
en el alma.

Pienso en sobrevivir intentando escapar
a su llanto.
En sobrevivir deseando, a pesar de todo, que no llegue
el momento en que aprenda a interiorizarlo;
(saber que ese es el fin de la inocencia.)

Desnuda ante el espejo
acaricio mi vientre -casi- plano
y deseo que así sea
hasta el día de mi muerte.

Porque el embarazo es una rosa
con demasiadas espinas.

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