En el televisor sólo hay
niebla. Un mosaico caprichoso de blancos y grises intermitentes.
Infinitos; efímeros e imperecederos a un tiempo. Y el ruido infernal
de los canales sin sintonizar, que lo envuelve todo. Sus ojos están
ya rojos e hinchados, pero la niebla le absorbe la mirada. Tiene la
boca entreabierta; la mandíbula abandonada a la fuerza de la
gravedad. Quizá por inercia. Porque resquebraja el orgullo no tener
la última palabra. Supura una vanidad ciega que no se ahoga con
nada. Casi. Los dedos de su mano izquierda se aferran a un cigarro
que se consume inexorablemente. Como la vida. Un pedazo de estuco
rueda pared abajo y cae en la hilera de polvo blanco acumulada en los
zócalos. Cruje la madera de los muebles desvencijados. A lo lejos,
un grifo gotea. Pero la niebla lo envuelve todo.
Y ahora qué. Ahora qué.
Pican a la puerta al
tiempo que la ceniza cae sobre el muslo.
No sucede nada.
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