21.6.14

En el televisor sólo hay niebla. Un mosaico caprichoso de blancos y grises intermitentes. Infinitos; efímeros e imperecederos a un tiempo. Y el ruido infernal de los canales sin sintonizar, que lo envuelve todo. Sus ojos están ya rojos e hinchados, pero la niebla le absorbe la mirada. Tiene la boca entreabierta; la mandíbula abandonada a la fuerza de la gravedad. Quizá por inercia. Porque resquebraja el orgullo no tener la última palabra. Supura una vanidad ciega que no se ahoga con nada. Casi. Los dedos de su mano izquierda se aferran a un cigarro que se consume inexorablemente. Como la vida. Un pedazo de estuco rueda pared abajo y cae en la hilera de polvo blanco acumulada en los zócalos. Cruje la madera de los muebles desvencijados. A lo lejos, un grifo gotea. Pero la niebla lo envuelve todo.

Y ahora qué. Ahora qué.

Pican a la puerta al tiempo que la ceniza cae sobre el muslo.

No sucede nada.

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