19.10.14

A la luz del crepúsculo, los árboles parecen infinitos. A punto de consumirse, el sol deja caer los últimos rayos sobre las copas policromadas. Ámbar y carmesí. Débiles. Como un último suspiro. Se le pierde la mirada en lontananza mientras el corazón se remueve, agitado, en la caja torácica. El bosque siempre es cobijo. Allí, en medio de ninguna parte, no duele no ser nadie. No ser nada. Susurra el aire entre los árboles y él siente cómo le enrojece las mejillas. El crepitar de las hojas secas bajo sus pies hace enmudecer todo lo demás. Excepto el pensamiento. A la luz del crepúsculo podría escribir los versos más tristes. El sol agoniza. Allí, engullido por la naturaleza, se detiene. Escucha latir su corazón y escucha el aire que susurra entre los árboles y que le enrojece las mejillas. El bosque habla de poesía. Se siente arropado por una suerte de intimidad. Amparado por un espejismo. Y allí, de repente, la vida se convierte en algo tangible. La siente dentro y también la siente fuera. Palpita en derredor. Como un espectro. Como si fuera parte de la naturaleza.
Tiene el pecho henchido de tal manera que se siente capaz de escribir los versos más tristes. De corrido. Hasta que se le acaben las metáforas.   

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