A la luz del crepúsculo,
los árboles parecen infinitos. A punto de consumirse, el sol deja
caer los últimos rayos sobre las copas policromadas. Ámbar y
carmesí. Débiles. Como un último suspiro. Se le pierde la mirada
en lontananza mientras el corazón se remueve, agitado, en la caja
torácica. El bosque siempre es cobijo. Allí, en medio de ninguna
parte, no duele no ser nadie. No ser nada. Susurra el aire entre los
árboles y él siente cómo le enrojece las mejillas. El crepitar de
las hojas secas bajo sus pies hace enmudecer todo lo demás. Excepto
el pensamiento. A la luz del crepúsculo podría escribir los versos
más tristes. El sol agoniza. Allí, engullido por la naturaleza, se
detiene. Escucha latir su corazón y escucha el aire que susurra
entre los árboles y que le enrojece las mejillas. El bosque habla de
poesía. Se siente arropado por una suerte de intimidad. Amparado por
un espejismo. Y allí, de repente, la vida se convierte en algo
tangible. La siente dentro y también la siente fuera. Palpita en
derredor. Como un espectro. Como si fuera parte de la naturaleza.
Tiene el pecho henchido
de tal manera que se siente capaz de escribir los versos más
tristes. De corrido. Hasta que se le acaben las metáforas.
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