Existe una
suerte de magnetismo. Esa clase de cosas que se sienten en el pecho a
veces y resultan imposibles de explicar.
Desde
pequeña, se sienta con las manos apoyadas en el metal oxidado del
banco y espera. Sus pupilas otean el horizonte de la misma forma en
que los críos esperan la madrugada en Navidad. Y el horizonte nunca
la defrauda. Quiebra la bruma de la atmósfera un tren a lo lejos.
Ella se limita a erguir su cuello y verlo llegar. En sus gestos hay
algo de ritual. También hay algo de ritual en la forma que tiene de
esperar pacientemente a que el aire le abofetee la cara y en la forma
que tiene de torcer el gesto para ver cómo lo engulle luego otro
horizonte distinto.
No recuerda
haber visto nunca un tren parar en esa estación.
La magia
está en el pelo alborotado por la velocidad mientras ella permanece. El
mundo sigue su curso más allá de sus pupilas pero la vida se la
lleva el viento entre la bruma.
Nunca nadie
se ha parado a pensar que la escena constituye una metáfora perfecta
de su existencia.
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