Hay una mancha en el
cristal. Amorfa. De color incierto. Casi a la altura de mis ojos. Mis
manos sobre una mesa de madera rodeando un café solo que se enfría
en el olvido. Ya conocía esa mancha, lleva tiempo ahí, pero hoy me
irrita sobremanera.
Más allá de la luna y
más allá de la mancha, el ir y venir constante de gente que se me
antoja más ajena que nunca. Existencias banales que vienen y van
quizás sin saber de dónde vienen o a dónde van. Existencias
banales fruto de un azar caprichoso. Existencias, sí, porque todos
confundimos existir con vivir y claro... lo primero es facilísimo,
pero a ver quién tiene los cojones de vivir. O de suicidarse.
Doy un trago al café,
sentado lánguidamente, anclado en el mismo sitio de siempre. En esta
ciudad en plena ebullición donde nací y donde me crié y que ahora
es un lugar frío, extraño, desconocido. Lleno de gente mezquina,
porque todos somos mezquinos. Todos. Intento fijarme en sus caras
esperando encontrar miradas pusilánimes en rostros abatidos.
Esperando, en el fondo, poder encontrarme a mí mismo en otras carnes
para sentirme un poco menos solo.
Sin embargo, la mancha
ejerce una suerte de gravedad en mis pupilas mas no puedo dejar de
observarla. Me irrita profundamente. La mancha. Que no tenga forma.
Que su color sea incierto. No poder dejar de mirarla.
Bebo el último sorbo de
café, rancio y amargo. Como este corazón arañado que no sangra.
Palpita, pero no sangra. De fondo, la voz de Ian Curtis rompiendo lo
que ya creía roto.
Love. Love will tear
us apart. Again.