15.1.16

Toda la furia y todo el coraje se vuelven a quedar dentro. Aislados. Mudos. Agazapados mientras la cobardía ruge y se extiende y mis manos tiemblan de nuevo. Parapetado tras el mostrador, sólo me atrevo a mirarla de reojo, a rezar para que no suceda lo que puede suceder. No creo en nada y aún así rezo. Para evitar el desastre. Esto es lo único de lo que soy capaz. Ver y callar. Estar allí. Simplemente.
Es la misma chica de siempre. Con el pelo recogido en una cola de caballo y esa diadema de lana que parece estar de moda y la chaqueta caqui con mangas de cuero. Y el café en la mano izquierda, balanceándose sobre las cajas de madera llenas de discos mientras los dedos de la mano derecha se pasean otra vez por la sección de rock. A veces rápido y otras lentos, como si acariciaran las carátulas. Y el café balanceándose. Y mi voz, muda.
Por un momento me imagino a mí mismo acercándome, pidiéndole por favor que no entre aquí con el café en la mano, que si lo vierte tendrá que pagar lo que estropee. Que no lo digo yo, que no soy nadie. Que lo dice el jefe. Luego me imagino mi voz queda, intermitente y tartamuda. Incomprensible. Y por eso prefiero quedarme aquí, parapetado detrás del mostrador. Viendo y callando. Estando allí. Simplemente.


Yo, que sólo soy un pusilánime con un trabajo de mierda, con una vida de mierda, en un mundo de mierda.

1 comentario:

León dijo...

Pero acércate y dile que deje el café, que luego le invitas a uno.

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