Toda la furia y todo el
coraje se vuelven a quedar dentro. Aislados. Mudos. Agazapados
mientras la cobardía ruge y se extiende y mis manos tiemblan de
nuevo. Parapetado tras el mostrador, sólo me atrevo a mirarla de
reojo, a rezar para que no suceda lo que puede suceder. No creo en
nada y aún así rezo. Para evitar el desastre. Esto es lo único de
lo que soy capaz. Ver y callar. Estar allí. Simplemente.
Es la misma chica de
siempre. Con el pelo recogido en una cola de caballo y esa diadema de
lana que parece estar de moda y la chaqueta caqui con mangas de
cuero. Y el café en la mano izquierda, balanceándose sobre las
cajas de madera llenas de discos mientras los dedos de la mano
derecha se pasean otra vez por la sección de rock. A veces rápido y
otras lentos, como si acariciaran las carátulas. Y el café
balanceándose. Y mi voz, muda.
Por un momento me imagino
a mí mismo acercándome, pidiéndole por favor que no entre aquí
con el café en la mano, que si lo vierte tendrá que pagar lo que
estropee. Que no lo digo yo, que no soy nadie. Que lo dice el jefe.
Luego me imagino mi voz queda, intermitente y tartamuda.
Incomprensible. Y por eso prefiero quedarme aquí, parapetado detrás
del mostrador. Viendo y callando. Estando allí. Simplemente.
Yo, que sólo soy un
pusilánime con un trabajo de mierda, con una vida de mierda, en un
mundo de mierda.
1 comentario:
Pero acércate y dile que deje el café, que luego le invitas a uno.
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